01 septiembre 2011

¿A qué distancia de las noticias ponerse? Por ejemplo, a esta:



Tengo el deseo y siento la necesidad, para vivir, de otra sociedad que la que me rodea. Como la gran mayoría de los hombres, puedo vivir en ésta y acomodarme a ella -en todo caso, vivo en ella. Tan críticamente como intento mirarme, ni mi capacidad de adaptación, ni mi asimilación de la realidad me parecen inferiores a la media sociológica. No pido la inmortalidad, la ubicuidad, la omnisciencia. No pido que la sociedad "me dé la felicidad"; sé que no es ésta una ración que pueda ser distribuida en el Ayuntamiento o en el Consejo Obrero del barrio, y que, si esto existe, no hay otro más que yo que pueda hacérmela, a mi medida, como ya me ha sucedido y como me sucederá sin duda, todavía. Pero en la vida, tal como está hecha para mí y para los demás, topo con una multitud de cosas inadmisibles; repito que no son fatales y que corresponden a la organización de la sociedad. Deseo, y pido, que antes que nada, mi trabajo tenga un sentido, que pueda probar para qué sirve y la manera en qué está hecho, que me permita prodigarme en él realmente y hacer uso de mis facultades tanto como enriquecerme y desarrollarme. Y digo que es posible, con otra organización de la sociedad para mí y para todos. Digo también que sería ya un cambio fundamental en esta dirección si se me dejase decidir, con todos los demás, lo que tengo que hacer y, con mis compañeros de trabajo cómo hacerlo.

Deseo poder, con todos los demás, saber lo que sucede en la sociedad, controlar la extensión y la calidad de la información que me es dada. Pido poder participar directamente en todas las decisiones sociales que pueden afectar mi existencia, o al curso general del mundo en el que vivo.

No acepto que mi suerte sea decidida, día tras día, por unas gentes cuyos proyectos me son hostiles o simplemente desconocidos, y para los que nosotros no somos, yo y todos los demás más que cifras en un plan, o peones en un tablero, y que, en el límite, mi vida y mi muerte estén entre las manos de unas gentes de las que sé que son necesariamente ciegas.

Sé perfectamente que la realización de otra organización social, y su vida, no serán de ningún modo simples, que se encontrarán a cada paso con problemas difíciles. Pero prefiero enfrentarme a problemas reales que a las consecuencias del delirio de un De Gaulle, de las artimañas de un Johnson o de las intrigas de un Jruschov. Si incluso debiésemos, yo y los demás, encontrarnos con el fracaso en esta vía, prefiero el fracaso en un intento que tiene sentido a un estado que se queda más acá incluso del fracaso y del no fracaso, que quede irrisorio.

Deseo poder encontrar al prójimo a la vez como a un semejante y como a alguien absolutamente diferente, no como a un número, ni como, a una rana asomada a otro escalón (inferior o superior, poco importa) de la jerarquía de las rentas y de los poderes.


Deseo poder verlo, y que me pueda ver, como a otro ser humano, que nuestras relaciones no sean terreno de expresión de la agresividad, que nuestra competitividad se quede en los límites del juego, que nuestros conflictos, en la medida en que no pueden ser resueltos o superados, conciernan unos problemas y unas posiciones de juego reales, arrastren lo menos posible de inconsciente, estén cargados lo menos posible de imaginario. Deseo que el prójimo sea libre, pues mi libertad comienza allí donde comienza la libertad del otro y que, solo, no puedo ser más que "un virtuoso en la desgracia". No cuento con que los hombres se transformen en ángeles, ni que sus almas lleguen a ser puras como lagos de montaña -ya que, por lo demás, esta gente me ha aburrido profundamente. Pero sé cuánto la cultura actual agrava y exaspera su dificultad de ser, y de ser con los demás, y veo que multiplica hasta el infinito los obstáculos a su libertad.
Sé ciertamente, que este deseo mío no puede realizarse hoy; ni siquiera, aunque la revolución tuviera lugar mañana, realizarse íntegramente mientras viva. Sé que, un día, vivirán unos hombres para quienes el recuerdo de los problemas que más pueden angustiarnos hoy en día no existirá. Este es mi destino, el que debo asumir, y el que asumo. Pero esto no puede reducirse ni a la desesperación, ni al rumiar catatónico. Teniendo este deseo, que es el mío, no puedo más que trabajar para su realización. Y, ya en la elección que hago del interés principal de mi vida en el trabajo que le dedico, para mi lleno de sentido (incluso si me encuentro en él, y lo acepto, con el fracaso parcial, los retrasos, los rodeos, las tareas que no tienen sentido por si mismas), en la participación en una colectividad de revolucionarios que intentan superar las relaciones reificadas y alienadas de la sociedad actual, estoy en disposición de realizar parcialmente este deseo. Si hubiese nacido en una sociedad comunista, la felicidad me hubiese sido más fácil -no tengo ni idea, no puedo hacerle nada. No voy, con este pretexto, a pasar mi tiempo libre mitrando la televisión o leyendo novelas policíacas.

¿Viene mi actitud a ser un rechazo del principio de realidad? Pero, ¿cuál es el contenido de este principio? ¿Es que hay que trabajar, o bien es que es preciso necesariamente que el trabajo esté privado de sentido y explotado, contradiga los objetivos para los cuales tiene pretendidamente lugar? Vale para un rentista, ¿este principio bajo esta forma? ¿Valía, bajo esta forma para los indígenas de las Islas Trobriand o de Samoa? ¿Vale aún hoy día para los pescadores de un pobre pueblo mediterráneo? ¿Hasta que punto el principio de realidad manifiesta la naturaleza, y dónde comienza a manifestar la sociedad? ¿Hasta dónde manifiesta la sociedad como tal, y a partir de dónde tal forma histórica de la sociedad? ¿Por qué no la servidumbre, las galeras, los campos de concentración? ¿Dónde una filosofía pretendería tener el derecho de decirse: aquí, en este preciso milímetro de las instituciones existentes, voy a mostraros la frontera entre el fenómeno y la esencia, entre las formas históricas pasajeras y el ser eterno de lo social? Acepto el principio de realidad, pues acepto la necesidad del trabajo (durante todo el tiempo, por lo demás, que sea real, pues se hace cada vez menos evidente) y la necesidad de una organización social del trabajo.

Pero no acepto la invocación de un falso psicoanálisis y de una falsa metafísica que aportan a la discusión precisa de las posibilidades históricas unas afirmaciones gratuitas sobre imposibilidades sobre las cuales nada sabe.

¿Sería mi deseo infantil? Pero en la situación infantil la vida se da, y la Ley se da. En la situación infantil, la vida se da por nada; y la Ley se da sin nada, sin más, sin discusión posible. Lo que quiero es todo lo contrario: es hacer mi vida y dar la vida, si es posible; en todo caso dar para mi vida. Lo que quiero es que la ley no me sea simplemente dada, sino que me la dé al mismo tiempo a mí mismo. El conformista o el apolítico son los que están permanentemente en la situación infantil, pues aceptan la Ley sin discutirla y no desean participar en su formación. El que vive en la sociedad sin voluntad en lo que concierne a la Ley, sin voluntad política no ha hecho más que reemplazar al padre privado por el padre social anónimo. La situación infantil es, primero, recibir sin dar, después hacer o ser para recibir. Lo que yo quiero es un intercambio justo para empezar y, a continuación, la superación del intercambio. La situación infantil es la relación dual, el fantasma de la fusión -y, en ese sentido es la sociedad actual la que infantiliza constantemente a todo el mundo, por la fusión en lo imaginario con entidades reales: los jefes, las naciones, los cosmonautas o los ídolos. Lo que quiero es que la sociedad deje finalmente de ser una familia, falsa por añadidura hasta lo grotesco, que adquiera su dimensión propia de sociedad, de red de relaciones entre adultos autónomos.

¿Es mi deseo el deseo del poder? Lo que quiero, de hecho es la abolición del poder en el sentido actual, es el poder de todos. El poder actual consiste en que los demás sean cosas, y todo lo que quiero va en contra de esto. Aquel para quien los demás son cosas es él mismo una cosa, y no quiero ser cosa ni para mí ni para los demás. No quiero que los demás sean cosas, no tendría nada que hacer con ellos. Si puedo existir para los demás, ser reconocido por ellos, no quiero serlo en función de la posesión de una cosa que me es exterior -el poder; ni existir para ellos en el imaginario. El reconocimiento del prójimo no vale para mí más que en tanto que lo reconozco yo mismo. ¿Corro el riesgo de olvidar todo esto, si alguna vez los acontecimientos me condujesen cerca del "poder"? Eso me parece más que improbable; si esto llegase, sería quizás una batalla perdida, pero no el fin de la guerra; ¿y voy a ordenar toda mi vida sobre la suposición de que podría un día recaer en la infancia?

¿Proseguiría esta quimera, la de querer eliminar el lado trágico de la existencia humana? Me parece más bien que quiero eliminar de ello el melodrama, la falsa tragedia -aquélla en la que la catástrofe llega sin necesidad, en la que todo hubiese podido suceder de otro modo si solamente los personajes hubieran hecho esto o aquello. Que gentes mueran de hambre en la India mientras que en América y en Europa los Gobiernos penalizan a los campesinos que producen "demasiado" es una farsa macabra, en un Gran Guiñol en el que los cadáveres y el sufrimiento son reales, pero no es tragedia, no hay en ello nada ineluctable. Y, si la humanidad perece un día por bombas de hidrógeno, me niego a llamarlo una tragedia. Lo llamo una boludez. Quiero la supresión del Guiñol y de la conversión de los hombres en títeres por otros títeres que los "gobiernan". Cuando un neurótico repite por enésima vez la misma conducta del fracaso, reproduciendo para sí mismo y para sus vecinos el mismo tipo de tragedia, ayudarlo a salirse de ello es eliminar de su vida la farsa grotesca, no la tragedia; es permitirle finalmente ver los problemas reales de su vida y lo que de trágico pueden contener -lo que su neurosis tenía en parte como función expresar, pero sobre todo enmascarar.

Cuando un discípulo de Buda fue a informarle, después de un largo viaje a Occidente, de que unas cosas milagrosas, unos instrumentos, unos métodos de pensamiento, unas instituciones, habían transformado la vida de los hombres desde los tiempos en que el Maestro se había retirado a las altiplanicies, éste lo detuvo después de las primeras palabras. ¿Han eliminado la tristeza, la enfermedad, la vejez y la muerte?, preguntó. No, respondió el discípulo. Entonces, igual habrían podido quedarse donde estaban, pensó el Maestro. Y se volvió a sumergir en su contemplación, sin tomarse la molestia de mostrar a su discípulo que ya no le escuchaba.


Corneluis Castoriadis, extracto  (1975)