16 agosto 2013

Antonio Gramsci, en exclusiva

Antonio Gramsci - Conceptos sobre Pedagogía y PolíticaImprimirE-Mail
Este problema del logro de una unidad cultural-social sobre la base de una común y general concepción del mundo puede y debe aproximarse al planteamiento moderno de la doctrina y de la práctica pedagógica, según la cual el rapport entre maestro y alumno es un rapport activo, de relaciones recíprocas, por lo que todo maestro sigue siendo alumno y todo alumno es maestro.
Pero el rapport pedagógico no puede limitarse a las relaciones específicamente «escolares», mediante las cuales las nuevas generaciones entran en contacto con las viejas absorbiendo de ellas las experiencias y valores históricamente necesarios, y «madurando» y desarrollando una propia personalidad histórica y culturalmente superior.  Esta relación se da en toda la sociedad en su totalidad y en cada individuo respecto a los demás, entre castas intelectuales y no intelectuales, entre gobernantes y gobernados, entre élites y secuaces, entre dirigentes y dirigidos, entre vanguardias y cuerpos de ejército.  Toda relación de «hegemonía» es necesariamente un rapport pedagógico y se verifica no sólo en el interior de una nación, entre las diferentes fuerzas que la componen, sino en todo el campo internacional y mundial, entre conjuntos de civilizaciones nacionales y continentales.
MS, p. 26.
Intelectuales y hegemonía
Queridísima Tatiana. (... ) El estudio que he realizado sobre los intelectuales es muy amplio como diseño y, en realidad, no creo que existan en Italia libros sobre este tema.  Existe ciertamente mucho material erudito, pero disperso en un número infinito de revistas y archivos históricos locales.  Por otra parte, yo extiendo mucho la noción de intelectual, sin limitarme a la noción corriente que hace referencia a los grandes intelectuales.  Este estudio lleva también a ciertas determinaciones del concepto de Estado, normalmente entendido como sociedad política (o dictadura, o aparato coercitivo para conformar la masa popular según el tipo de producción y la economía de un momento dado) y no como un equilibrio entre la Sociedad política y la Sociedad civil (o hegemonía de un grupo social sobre toda la sociedad nacional ejercida a través de las organizaciones denominadas privadas, como la Iglesia, los sindicatos, las escuelas, etc.) precisamente en la sociedad civil operan de modo especial los intelectuales (Ben. Croce, por ejemplo, es una especie de papa laico y un instrumento eficacísimo de hegemonía, aunque de vez en cuando pueda encontrarse en oposición a tal o cual gobierno, etc.). Esta concepción de la función de los intelectuales, en mi opinión, ilustra la razón o una de las razones de la caída de las Comunas medievales, es decir, del gobierno de una clase económica que no supo crearse una categoría propia de intelectuales y ejercer, por tanto, una hegemonía, además de una dictadura; los intelectuales italianos no tenían un carácter popular-nacional sino cosmopolita y basado en un modelo de la Iglesia, y a Leonardo le era indiferente vender al duque Valentino los diseños de las fortificaciones de Florencia. Las Comunas fueron, pues, un estado sindicalista que no llegó a superar esta fase y a convertirse en un Estado integral como en vano indicaba Maquiavelo, el cual pretendía, a través de la organización del ejército, organizar la hegemonía de la ciudad sobre el campo, por lo que puede llamársele el primer jacobino italiano (el segundo ha sido Carlo Cattaneo, pero éste con demasiadas quimeras en la cabeza). De todo esto se infiere que el Renacimiento debe considerarse como un movimiento reaccionario y represivo en oposición al desarrollo de las Comunas, etc.  Te hago estas alusiones para persuadirte de que todo período de la historia italiana, desde el Imperio Romano hasta el Risorgimiento, debe considerarse desde este punto de vista monográfico.
C, 210, 7 de septiembre de 1931.
Queridísima Tania (... ) Ya hice alusión a la importancia que concede Croce a su actividad teórica de revisionista y que, por su misma admisión explícita, todo su esfuerzo de estos últimos años como pensador se ha visto guiado por el intento de completar la revisión (del marxismo) hasta el punto de convertirla en liquidación. Como revisionista ha contribuido a suscitar la corriente de la historia económico-jurídica (que, de forma atenuada, se ve hoy todavía representada sobre todo por el académico Gioachino Volpe); hoy ha dado forma literaria a esa historia denominada ético-política, de la que debería llegar a ser paradigma la Storia d’Europa. ¿En qué consiste la innovación realizada por Croce? ¿Tiene ese significado que él le atribuye y, sobre todo, ese valor “liquidador” que él pretende?
Concretamente puede decirse que Croce, en la actividad histórico-politíca, pone el acento tan sólo en ese momento que se conoce en política como de la «hegemonía», del consenso, de la dirección cultural, para distinguirlo del momento de la fuerza, de la constricción, de la intervención legislativa y estatal o policial. En realidad no se comprende cómo cree Croce en la capacidad de este planteamiento suyo de la teoría de la historia para liquidar definitivamente toda teoría de la praxis. Ha ocurrido precisamente que en el mismo período en que Croce elaboraba su diversora clava, la filosofía de la praxis, en sus más grandes teóricos modernos, era elaborada en el mismo sentido y revalorado precisamente de forma sistemática el momento de la “hegemonía” o de la dirección cultural en oposición a las concepciones mecanicistas y fatalistas del economismo. Se ha llegado incluso a afirmar que el rasgo esencial de la más moderna filosofía de la praxis lo constituye precisamente el concepto histórico-político de «hegemonía”.
Clases sociales y categorías intelectuales
¿Son los intelectuales un grupo social autónomo e independiente, o bien cada grupo social tiene su propia categoría especializada de intelectuales?  El problema es complejo por las diferentes formas que ha adoptado hasta ahora el proceso histórico real de formación de las diversas categorías intelectuales.
Las más importantes de estas formas son dos:
l) Cada grupo social, al nacer sobre el terreno originario de una función esencial en el mundo de la producción económica, se crea a la vez, orgánicamente, una o varias castas de intelectuales que le dan homogeneidad y conciencia de la propia función no sólo en el campo económico, sino también en el social y político: el empresario capitalista crea el técnico industrial, el científico de la economía política, la organización de una nueva cultura, de un nuevo derecho, etc., etc.  Hay que observar el hecho de que el empresario representa una elaboración social superior, ya caracterizada por una cierta capacidad dirigente y técnica (es decir, intelectual): debe poseer una cierta capacidad técnica, además de la esfera a la que se circunscribe su actividad e iniciativa, en otras esferas más, al menos en las más próximas a la producción económica (debe ser un organizador de masas de hombres; debe ser un organizador de la «confianza» de los «clientes» en su empresa, de los compradores de su mercancía, etc.).
Si no todos los empresarios, al menos una élite debe poseer una capacidad de organización de la sociedad en general, con todo su complejo organismo de servicios, hasta el organismo estatal, por la necesidad de crear las condiciones más favorables a la expansión de su propia clase -o por lo menos debe tener la capacidad de elegir a sus «delegados» (empleados especializados) a los que confiar esta actividad organizativa de las relaciones es generales externas a la empresa.  Puede observarse que los intelectuales «orgánicos» que cada nueva clase crea consigo misma y elabora en su desarrollo progresivo, son por lo general «especializaciones» de aspectos parciales de la actividad primitiva del tipo social nuevo que ha sacado a relucir la nueva clase. Incluso, los señores feudales eran detentores de una peculiar capacidad técnica, la militar, y es precisamente a partir del momento en que la aristocracia pierde el monopolio de la capacidad técnico-militar, cuando se inicia la crisis del feudalismo. Pero la formación de los intelectuales en el mundo feudal y en el precedente mundo clásico es una cuestión que requiere un estudio aparte: tal formación y elaboración sigue vías y modos que es preciso estudiar concretamente.  Así hay que observar que la masa de los campesinos, aunque lleve a cabo una función esencial en el mundo de la producción, no elabora propios intelectuales «orgánicos» y no «asimila» ninguna casta de intelectuales «tradicionales», aunque otros grupos sociales arrebaten a la masa de campesinos a muchos de sus intelectuales y muchos intelectuales tradicionales sean de origen campesino.
2) Pero cada grupo social «esencial», al emerger a la historia de la precedente estructura económica y como expresión de su desarrollo (de esta estructura), ha encontrado, al menos en la historia que se ha hilvanado hasta ahora, categorías intelectuales preexistentes y que a aparecían más bien como representantes de una continuidad histórica ininterrumpida hasta con los más complicados y radicales cambios de las formas sociales y políticas.
La más típica de estas categorías intelectuales es la de los eclesiásticos, monopolizadores durante largo tiempo (por toda una fase histórica que se caracteriza más bien por este monopolio) de algunos servicios importantes: la ideología religiosa, es decir, la filosofía y la ciencia de la época, con la escuela, la instrucción, la moral, la justicia, la beneficencia, la asistencia, etcétera.  La categoría de los eclesiásticos puede considerarse como la categoría intelectual orgánicamente ligada a la aristocracia fundista: era equiparada jurídicamente a la aristocracia, con la que compartía el ejercicio de la propiedad feudal de la tierra y el uso de los privilegios estatales vinculados a la propiedad.  Pero el monopolio de las superestructuras por parte de los eclesiásticos (3) no se ha ejercido sin lucha y limitaciones, por lo que se han visto nacer en diferentes formas (que han de buscarse y estudiarse concretamente), otras categorías, favorecidas y engrandecidas por el reforzamiento del poder central del monarca, hasta el absolutismo.  Así se viene formando la aristocracia de la toga, con sus propios privilegios, una casta de administradores, etc.; científicos, teóricos, filósofos no eclesiásticos, etc.
Pero como estas diferentes categorías de intelectuales tradicionales sienten con «espíritu de cuerpo» su ininterrumpida continuidad histórica y su «cualificación», así ellos se ponen a sí mismos como autónomos e independientes del grupo social dominante.  Esta autoposición no se produce sin consecuencias en el campo ideológico y político, consecuencias de gran alcance: toda la filosofía idealista puede fácilmente vincularse con esta posición asumida por el complejo social de los intelectuales, y puede definirse la expresión de esta utopía social por la cual los intelectuales se crean «independientes», autónomos, revestidos de características propias, etc.
Hay que observar, sin embargo, que si el papa y la alta jerarquía de la Iglesia se creen más ligados a Cristo y a los apóstoles de lo que puedan estarlo a los senadores Agnelli y Benni, esto no es aplicable a Gentile y Croce, por ejemplo; Croce, sobre todo, se siente fuertemente ligado a Aristóteles y a Platón, pero tampoco disimula su ligazón a los senadores Agnelli y Benni, y en ello precisamente reside la característica más relevante de la filosofía de Croce.

(1) Para esclarecer este punto, es conveniente examinar los Elementi di scienza política (nueva edición aumentada de 1923), de Mosca. La denominada “clase política” de Mosca no era otra cosa que la categoría intelectual del grupo social dominante: el concepto de «clase política» de Mosca debe aproximarse al concepto de Pareto, que es otro intento de interpretar el fenómeno histórico de los intelectuales y su función en la vida estatal y social. El libro de Mosca es una enorme miscelánea de carácter sociológico y positivista con la tendenciocidad de la política inmediata que lo hace menos indigesto y literariamente más vivaz.
(2) Para una categoría de estos intelectuales, la más importante tal vez después de la «eclesiástica», por el prestigio y la función social que ha desempeñado en las sociedades primitivas la categoría de los médicos en sentido lato, es decir, de todos aquellos que «luchan» o demuestran luchar contra las enfermedades y la muerte- será preciso confrontar la Storia decía medicina, de Arturo- Castiglioní.  Recuérdese que ha habido conexión entre la religión y la medicina, y todavía sigue habiéndole en ciertas zonas: hospitales a cargo de religiosos por ciertas funciones organizativas, aparte del hecho que donde aparece el médico aparece el cura (exorcismos, asistencias diversas, etc.). Muchas grandes figuras religiosas también eran y fueron concebidas como grandes «terapeutas»: la idea del milagro hasta en la resurrección de los muertos.  Hasta para los reyes subsistió durante largo tiempo la creencia de que curasen con la imposición. de manos, etc.
(3) De ahí ha nacido la acepción general de «intelectual» o de «especialista», de la palabra «clérigo», en muchas lenguas de origen neolatino o fuertemente influenciadas, a través del latín de la Iglesia, por las lenguas neolatinas, con su correlativo de «laico» en el sentido de profano, no especialista.
Todos los hombres son intelectuales
¿Cuáles son los límites «máximos» de la acepción de «intelectual»? ¿Puede hallarse un criterio unitario para caracterizar del mismo modo a todas las diferentes y dispares actividades intelectuales y para distinguir a éstas a la vez y de forma esencial de las demás agrupaciones sociales?  El error metódico más difundido me parece que consiste en haber buscado este criterio de distinción dentro de las actividades intelectuales en vez de hacerlo en el conjunto del sistema de relaciones en que tales actividades (y por tanto los grupos que las representan) vienen a encontrarse en el conjunto general de las relaciones sociales.  Y en cambio el obrero o proletario, por ejemplo, no se caracteriza específicamente por el trabajo manual o instrumental, sino por este mismo trabajo en determinadas condiciones y en determinadas relaciones sociales (dejando a un lado la consideración de que no existe trabajo puramente físico y que incluso la expresión de Taylor de «gorila amaestrado» es una metáfora para indicar un límite en una cierta dirección: en cualquier trabajo físico, incluso en el más mecánico y degradado, existe un mínimo de cualificación técnica, es decir, un mínimo de actividad intelectual creadora).  Y ya hemos observado que el empresario, por su misma función, debe poseer en cierta medida un cierto número de cualificaciones de carácter intelectual, aunque su figura social no esté determinada por ellas sino por las relaciones generales sociales que precisamente caracterizan la posición del empresario en la industria.
Todos los hombres son intelectuales, podría decirse por tanto; mas no todos los hombres tienen en la sociedad la función de intelectuales. (4)
Cuando se distingue entre intelectuales y no intelectuales, en realidad nos referimos tan sólo a la inmediata función social de la categoría profesional de los intelectuales, es decir, nos atenemos a la dirección en la que gravita el peso mayor de la actividad específica profesional, si en la elaboración intelectual o en el esfuerzo muscular-nervioso.  Esto quiere decir que, si puede hablarse de intelectuales, no puede hacerse lo mismo de los no intelectuales, porque los no intelectuales no existen.  Pero la misma relación entre esfuerzo de elaboración intelectual-cerebral y esfuerzo muscular-nervioso que es siempre igual, de donde resultan diferentes grados de actividad específica intelectual.  No hay actividad humana de la que pueda excluirse toda intervención intelectual, no puede separarse al homo faber del homo sapiens.  Finalmente, todo ser humano desarrolla fuera de su profesión cualquier actividad intelectual, es decir, es un «filósofo», un artista, un hombre de gusto, participa de una concepción del mundo, tiene una línea consciente de conducta moral, contribuye por tanto a sostener y a modificar una concepción del mundo, esto es, a suscitar nuevos modos de pensar.
(4) Porque puede suceder que cualquiera en cierto momento se fría un par de huevos o se cosa un botón de la chaqueta, y no por eso haya de decirse que todos somos cocineros y sastres.
La creación de una nueva casta intelectual
El problema de la creación de una nueva casta intelectual apunta por tanto a elaborar críticamente la actividad intelectual. que existe en todos en cierto grado de desarrollo, modificando su relación con el esfuerzo muscular-nervioso hacia un nuevo equilibrio y consiguiendo que el mismo esfuerzo muscular-nervioso, en cuanto elemento de actividad práctica general, que innova perpetuamente el mundo físico y social, devenga en fundamento de una nueva e integral concepción del mundo.  El tipo tradicional y vulgarizado de intelectual está representado por el letrado, el filósofo, el artista.  Por tanto los periodistas, que se creen literatos, filósofos, artistas, piensan ser también los «verdaderos» intelectuales.  En el mundo moderno, la educación técnica, estrechamente ligada al trabajo industrial incluso el más primitivo y descualificado, debe formar la base del nuevo tipo de intelectual.
Sobre esta base ha trabajado el semanal «Ordine Nuovo» para desarrollar ciertas formas de nuevo intelectualismo y para determinar sus nuevos conceptos, la cual no ha sido una de las menores razones de su éxito, puesto que tal planteamiento correspondía a aspiraciones latentes y era conforme al desarrollo de las formas reales de vida.  El modo de ser del nuevo intelectual no puede residir ya en la elocuencia, motor exterior y momentáneo de los afectos y de las pasiones, sino en el inmiscuirse activamente en la vida práctica, como constructor, organizador, «persuasor permanente» y no puro orador -y sin embargo superior al espíritu abstracto matemático; de la técnica-trabajo llega a la técnica-ciencia y a la concepción humanístico-histórica, sin la cual se queda uno «especialista» sin pasar a «dirigente» (especialista + político).
Se forman así históricamente categorías especializadas para el ejercicio de la función intelectual; se forman en conexión con todos los grupos sociales pero especialmente con los grupos sociales más importantes, y experimentan elaboraciones más extensas y complejas en conexión con el grupo social dominante.  Una de las características más relevantes de todo grupo que se desarrolla hacia el dominio en su lucha por la asimilación y la conquista «ideológica» de los industriales tradicionales, asimilación y conquista que es tanto más rápida y eficaz cuando más elabora simultáneamente el grupo dado a sus propios intelectuales orgánicos.
La organización escolar
El enorme desarrollo adquirido por la actividad y la organización escolar (en sentido lato) en las sociedades surgidas del mundo medieval indica la importancia que han asumido en el mundo moderno las categorías y las funciones intelectuales: del mismo modo que se ha tratado de profundizar y dilatar la «intelectualidad» de cada individuo, así se ha tratado también de multiplicar las especializaciones y de afinarlas.  Esto resulta de las instituciones escolares de diverso grado hasta los organismos para promover la denominada «alta cultura», en cualquier campo de la ciencia y de la técnica.
La escuela es el instrumento para elaborar a los intelectuales de diferente grado.  La complejidad de la función intelectual en los diferentes Estados puede medirse objetivamente por la cantidad de escuelas especializadas y por la jerarquización de las mismas: cuanto más extensa sea el área de la enseñanza y más numerosos los «grados» «verticales» de la escuela, tanto más complejo será el mundo cultural, la civilización, de un determinado Estado.  Podemos encontrar un término de comparación en la esfera de la técnica industrial: la industrialización de un país se mide por su equipamiento en la construcción de máquinas para construir máquinas y en la fabricación de instrumentos cada vez más precisos para construir máquinas e instrumentos. para construir máquinas, etc.  El país que dispone del mejor equipo para construir instrumentos para los gabinetes experimentales de los científicos y para construir instrumentos destinados a comprobar dichos instrumentos, puede decirse el más complejo en el campo técnico-industrial, el más civilizado, etcétera.  Lo mismo ocurre en la preparación de los intelectuales y en las escuelas dedicadas a esta preparación; escuelas e institutos de alta cultura son asimilables.  Incluso en este campo tampoco puede separarse la cantidad de la calidad.  A la más refinada especialización técnico-cultural no puede no corresponder la mayor extensión posible de la difusión de la enseñanza primaria y la mayor solicitud para favorecer los grados intermedios en el mayor número posible.  Naturalmente, esta necesidad de crear una base lo más amplia posible para la selección y la elaboración de las cualificaciones intelectuales más altas -es decir, de darle a la alta costura y a la técnica superior una estructura democrática- no deja de tener inconvenientes: se crea así la posibilidad de dilatadas crisis de desocupación
de las capas medias de intelectuales, como ocurre de hecho en todas las sociedades modernas.
Hay que puntualizar que la elaboración de las castas intelectuales en la realidad concreta no se produce sobre un terreno democrático abstracto, sino según procesos históricos tradicionales muy concretos.  Se han formado castas que tradicionalmente «producen» intelectuales, que coinciden con los que normalmente están especializados en el «ahorro», es decir, la pequeña y media burguesía fundista y varias capas de la pequeña y media burguesía ciudadana.  La diferente distribución de los diversos tipos de escuelas (clásicas y profesionales) en el territorio «económico» y las diferentes aspiraciones de las diversas categorías de estas capas determinan o dan forma a la producción de las diversas ramas de especialización intelectual.  Así en Italia la burguesía rural produce especialmente funcionarios estatales y profesionales libres, mientras la burguesía ciudadana produce técnicos para la industria: y por eso la Italia meridional produce especialmente funcionarios y profesionales.
La relación entre intelectuales y producción
La relación entre los intelectuales y el mundo de la producción no es inmediata, como acontece para los grupos sociales fundamentales, sino «mediada», en diverso grado, por todo el entramado social, por el complejo de las sobrestructuras, de las que precisamente los intelectuales son los «funcionarios».  Podría medirse la «organicidad» de los diferentes estratos intelectuales, su conexión más o menos estrecha con un grupo social fundamental, estableciendo una gradación de las funciones y de las sobrestructuras de abajo arriba (de la base estructural hacia arriba).  Pueden por ahora fijarse dos grandes «planos» sobreestructurales, uno que puede llamarse «de la sociedad civil», es decir, del conjunto de organismos vulgarmente llamados «privados» y el de la «sociedad política o Estado», y que corresponden a la función de «hegemonía» que ejerce el grupo dominante en toda la sociedad y a la de «dominio directo» o di mando, que se expresa en el Estado y en el gobierno «jurídico».  Estas funciones son precisamente organizativas y conexivas.  Los intelectuales son los «delegados» del grupo dominante para el ejercicio de las funciones subalternas de la hegemonía social y del gobierno político, es decir: l) del consenso «espontáneo» dado por las grandes masas de la población a la orientación que imprime a la vida social el grupo fundamental dominante, consenso que nace «históricamente» del prestigio (y por tanto de la confianza) que se deriva para el grupo dominante de su posición y de su función en el mundo de la producción; 2) del aparato de coerción estatal que asegura «legalmente» la disciplina de aquellos grupos que no «conserven» ni activa ni pasivamente, pero que está constituido por toda la sociedad en previsión de los momentos de crisis en el mando y en la dirección en la que disminuye el consenso espontáneo.
Este planteamiento del problema da como resultado una considerable ampliación del concepto de intelectual, pero es el único camino para llegar a una aproximación concreta de la realidad.  Este modo de plantear la cuestión choca contra preconceptos de casta: es cierto que la misma función organizativa de la hegemonía social y del dominio estatal da lugar a una cierta división del trabajo y por tanto a toda una escala de cualificaciones, en alguna de las cuales no aparece ya ninguna atribución directiva y organizativa: en el aparato de dirección social y estatal existe toda una serie de ocupaciones de carácter manual e instrumental (de orden y no de concepto, de agente y no de oficial o funcionario, etc.); pero evidentemente es preciso hacer esta distinción, como habrá que hacer también alguna otra.  De hecho, la actividad intelectual debe distinguirse en grados incluso desde el punto de vista intrínseco, grados que en los momentos de extrema oposición dan una verdadera y propia diferencia cualitativa: en el escalón más alto deberán situarse los creadores de las diferentes ciencias, de la filosofía, del arte, etc.; en el más bajo, los más humildes «administradores» y divulgadores de la riqueza intelectual ya existente, tradicional, acumulada. (5)
En el mundo moderno, la categoría de intelectuales así entendida se ha ampliado de modo inaudito.  Se han elaborado por el sistema social democrático-burocrático masas imponentes, no todas justificadas por la necesidad social de la producción, aunque estén justificadas por las necesidades políticas del grupo fundamental dominante.  Por tanto la concepción loriana del «trabajador» improductivo (¿pero improductivo por referencia a quién y a qué modo de producción?), que en parte podría justificarse si se tiene en cuenta que estas masas gozan de su posición para hacerse asignar ganancias enormes sobre la renta nacional.  La formación de masa ha estandarizado a los individuos como cualificación individual y como psicología, determinando los mismos fenómenos que en todas las demás masas estandarizadas: competencia que plantea la necesidad de la organización profesional de defensa, desocupación, superproducción escolar, emigración, etc.
Posición diferente de los intelectuales de tipo urbano y de tipo rural.  Los intelectuales de tipo urbano han crecido con la industria y están ligados a sus fortunas.  Su función puede parangonarse a la de los oficiales subalternos de que del ejército: carecen de toda iniciativa autónoma en la elaboración de los planes de construcción, ponen en relación, articulándola, a la masa instrumental con el empresario, elaboran la ejecución inmediata del plan de producción establecidos por el estado mayor de la industria, controlando sus fases elementales de trabajo. En su media general, los intelectuales urbanos están muy estandarizados; los altos intelectuales urbanos se confunden cada vez más con el verdadero y propio estado mayor industrial.
Los intelectuales de tipo rural son en su mayoría “tradicionales”, es decir,. Ligados a la masa social campesina y al pequeño burgués de ciudad (especialmente de los centros menores), todavía no elaborada y puesta en movimiento por el sistema capitalista: este tipo de intelectual pone en contacto a la masa de campesinos con la administración estatal y local (abogados, notarios, etc.) y por esta misma función tiene una gran función político-social, puesto que la mediación profesional difícilmente pueda separarse de la mediación política. Además, en el campo el intelectual (sacerdote, abogado, maestro, notario, médico, etc.) goza de un tenor de vida superior o al menos diferente del medio campesino, y por ello representa un modelo social en la aspiración a salir de su condición y a mejorarla. El campesino piensa siempre que al menos uno de sus hijos podría llegar a ser intelectual (especialmente cura), es decir, convertirse en un señor, elevando el grado social de la familia y facilitando la vida económica con las influencias que ganará entre los demás señores. El comportamiento del campesino hacia el intelectual es doble y, en apariencia, contradictorio; admira la posición social del intelectual y en general del empleado estatal, pero en ocasiones finge despreciarla, es decir, su admiración está instintivamente impregnada de elementos de envidia y de rabia apasionada. No se comprende nada de la vida colectiva de los campesinos ni de los gérmenes y fermentos que la envuelven si no se tiene en cuenta, estudiándola concretamente y en profundidad, esta subordinación efectiva a los intelectuales: todo desarrollo orgánico de las masas campesinas está ligado hasta cierto punto a los movimientos de los intelectuales y depende de ellos.
Diversamente sucede con los intelectuales urbanos: los técnicos de fábrica no desarrollan ninguna función política sobre sus masas instrumentales, o al menos esto constituiría una fase superior; a veces ocurre precisamente lo contrario, que las masas instrumentales, al menos a través de sus problemas intelectuales orgánicos, ejercen un influjo político sobre los técnicos.
El punto central de la cuestión sigue siendo la distinción entre intelectuales como categoría orgánica de todo grupo social fundamental, e intelectuales como categoría tradicional; distinción de la que brota toda una serie de problemas y de posibles indagaciones históricas.
(5) El organismo militar ofrece también en este caso un modelo de estas complejas graduaciones: oficiales subalternos, oficiales superiores, Estado Mayor, y no hay que olvidar a los grados de tropa, cuya importancia real es superior de lo que normalmente se cree. Es interesante hacer notar que todas estas partes se sienten solidarias y que incluso los rangos inferiores manifiestan un espíritu de cuerpo más acusado, del que arrastran un “orgullo” que con frecuencia los expone a los chascarrillos y a las mofas.

El partido político y los intelectuales
El problema más interesante es el que hace referencia, visto desde este punto de vista, al partido político moderno, a sus orígenes reales, a su desarrollo, a sus formas. ¿Qué hay del partido político en orden al problema de los intelectuales? Conviene hacer varias distinciones: 1) para algunos grupos sociales, el partido político no es otra cosa que el modo propio de elaborar la propia categoría de intelectuales orgánicos, que se forman así (y no pueden no formarse, dados los caracteres generales y las condiciones de formación, de vida y de desarrollo del grupo social dado) directamente en el campo político y filosófico y no en el campo de la técnica productiva: (6) 2) el partido político, para todos los grupos, constituye precisamente el mecanismo que cumple en la vida civil la misma función que el Estado en la sociedad política, es decir, procura efectuar la soldadura entre intelectuales orgánicos de un determinado grupo, el dominante, y los intelectuales tradicionales; y esta función la cumple el partido precisamente en dependencia con su función fundamental, que es la de elaborar a sus componentes, elementos de un grupo social que ha nacido y se ha desarrollado como “económico”, hasta convertirlos en intelectuales políticos cualificados, dirigentes, organizadores de todas las actividades y funciones inherentes al desarrollo orgánico de una sociedad integral, civil y política. Puede decirse incluso que el partido político cumple, en su ámbito, su función de una forma más diligente y orgánica que el Estado la suya en un ámbito más amplio: un intelectual que entra a formar parte del partido político de un determinado grupo social, se confunde con los intelectuales orgánicos del mismo grupo, se une estrechamente al grupo, lo que no ocurre mediante la participación en la vida estatal más que de un modo mediocre y, a veces, omiso por completo. Es más, ocurre que muchos intelectuales piensan que son el Estado: creencia que, dado el enorme peso de su categoría, tiene a veces consecuencias notables y lleva a complicaciones desagradables para el grupo fundamentalmente económico que realmente es el Estado.
Que todos los miembros de un partido político deban considerarse como intelectuales, es una afirmación que puede prestarse a la burla y a la caricatura; y sin embargo, si se reflexiona, nada es más exacto. Habrá que hacer una distinción de grados, un partido podrá tener una mayor o menor composición del grado más alto o del más bajo, pero eso no es lo que importa: importa la función que es directiva y organizativa, o sea educativa, o sea intelectual. Un comerciante no entra a formar parte de un partido para hacer comercio, ni un industrial para producir más y a menor costo, ni un campesino para aprender nuevos métodos de cultivo, aunque algunos aspectos de estas exigencias del comerciante, del industrial y del campesino puedan verse satisfechas en el partido político (7). Para estos objetivos, dentro de ciertos límites, está el sindicato profesional, en el que la actividad económico-corporativa del comerciante, del industrial y del campesino encuentra su marco más adecuado. En el partido político, los elementos de un grupo social económico superan este momento de su desarrollo histórico y pasan a ser agentes de actividades generales, de carácter nacional e internacional. Esta función del partido político debería esclarecerse aún más mediante un análisis concreto sobre el modo como se han desarrollado las categorías orgánicas de los intelectuales y las tradicionales, ya sea en el terreno de las diferentes historias nacionales, ya en el del desarrollo de los diversos grupos sociales más importantes en el marco de las diferentes naciones; especialmente de aquellos grupos cuya actividad económica ha sido prevalentemente instrumental.
(6) En el campo de la técnica productiva se forman esos rangos que puede decirse corresponden a los “graduados de tropa” en el Ejército, es decir, a los obreros cualificados y especializados en la ciudad y, de un modo más complejo, a los aparceros y colonos en el campo, ya que el aparcero y el colono en general corresponden más bien al tipo artesano, que es el obrero cualificado de una economía medieval.
(7) La opinión general contradice esta afirmación, manifestando que el comerciante, el industrial y el campesino que “politiza” pierde en vez de ganar, y que es el peor de su categoría, lo que puede discutirse.
Conexión entre el sentido común, la religión y la filosofía
[...] Pero a este punto se plantea el problema fundamental de toda concepción del mundo, de toda filosofía que se haya convertido en movimiento cultural, en una “religión”, una “fe”, es decir, que haya producido una actividad práctica y una voluntad y esté contenida en ellas como “premisa” teórica implícita (una “ideología” podría decirse, si al término ideología se le da precisamente el significado más alto de una concepción del mundo que se manifiesta implícitamente en el arte, en el derecho, en la actividad económica, en todas las manifestaciones de vida individuales y colectivas) -es decir, el problema de conservar la unidad ideológica en todo el bloque social, cimentado y unificado precisamente por esa determinada ideología. La fuerza de las religiones y sobre todo de la Iglesia Católica ha consistido y consiste en que sienten enérgicamente la necesidad de unión doctrinal de toda la masa “religiosa” y luchan para que las capas superiores intelectualmente no se separen de las inferiores. La Iglesia Romana ha sido siempre la más tenaz en la lucha para impedir que “oficialmente” se formen dos religiones, la de los “intelectuales” y la de las “almas sencillas”. Esta lucha no ha dejado de tener graves inconvenientes para la misma Iglesia, pero tales inconvenientes están ligados al proceso histórico que transforma toda la sociedad civil y que contiene en bloque toda una crítica corrosiva de las religiones; tanto más resalta la capacidad organizadora en la esfera de la cultura del clero y la relación abstractamente justa y racional que la Iglesia ha sabido establecer en su ámbito entre intelectuales y gente sencilla. Los jesuitas han sido sin duda los mayores artífices de este equilibrio, y para conservarlo han imprimido a la Iglesia un movimiento progresivo tendiente a dar ciertas satisfacciones a las exigencias de la ciencia y de la filosofía, pero con un ritmo tan lento y metódico que los cambios no son captados por la masa de los simples, aunque aparezcan “revolucionarios” y demagógicos a los “integralistas”.
Una de las mayores debilidades de las filosofías inmanentistas en general consiste precisamente en no haber sabido crear una unidad ideológica entre los de arriba y los de abajo, entre los “simples” y los intelectuales. En la historia de la civilización occidental, el hecho se ha verificado a escala europea, con el “crac” inmediato del Renacimiento y en parte también de la Reforma en lo que respecta a la Iglesia Romana. Esta debilidad se manifiesta en la cuestión de la enseñanza en cuanto a que no se ha tratado siquiera de construir a partir de las filosofías inmanentistas una concepción que pudiese sustituir a la religión en la educación infantil, de ahí el sofisma seudo-historicismo por el que pedagogos religiosos (aconfesionales) y en realidad ateos, admiten la enseñanza de la religión, porque la religión es la filosofía de la infancia de la humanidad que se renueva en toda infancia no metafórica. El idealismo se ha mostrado también contrario de los movimientos culturales de “acercamiento al pueblo”, que se manifestaron en las denominadas Universidades Populares e instituciones similares, y no sólo por su aspecto deteriorado, porque en tal caso sólo deberían tratar de hacerlo lo mejor posible. No obstante, estos movimientos eran dignos de interés, y merecían ser repudiados: tuvieron suerte, en el sentido de que demostraron por parte de los “simples” un entusiasmo sincero y un fuerte deseo de elevarse a una superior forma de cultura y de concepción del mundo. Faltaba en ellos, empero, una organicidad tanto de pensamiento filosófico como de firmeza organizativa y de centralización cultural: se tenía la impresión de que evocarían, en su desarrollo, los primeros contactos entre los mercaderes ingleses y los negros de África: se daban artículos de pacotilla por pepitas de oro. Por otra parte, la organicidad del pensamiento y la solidez cultural sólo podían tenerse si entre los intelectuales y los simples hubiera habido la misma unidad que debe haber entre teoría y práctica, es decir, si los intelectuales hubieran sido orgánicamente los intelectuales de aquellas masas, esto es, si hubieran elaborado y dado coherencia a los principios y problemas que planteaban aquellas masas con su actividad práctica, construyendo así un bloque cultural y social. Se representaba la misma cuestión a que ya hemos aludido: ¿un movimiento filosófico que es solo tal en cuanto se aplica a desarrollar una cultura especializada para grupos restringidos de intelectuales, o, en cambio, tan solo cuanto, en el trabajo de elaboración de un pensamiento superior al sentido común y científicamente coherente, no se olvida nunca de permanecer en contacto con los “simples” e incluso encuentra en este contacto la fuente de los problemas que han de estudiarse y resolverse? Solo por este contacto una filosofía deviene “histórica”, se depura de los elementos intelectuales de naturaleza individual y se hace “vida”. (1)
Una filosofía de la praxis no puede evitar presentarse inicialmente en una actitud polémica y crítica, como superación del modo anterior de pensar y del concreto pensamiento existente (o mundo cultural existente). Por consiguiente, ante todo como crítica del “sentido común” (después de haberse basado en el sentido común para demostrar que “todos” son filósofos y que no es cuestión de introducir ex novo una ciencia en la vida individual de “todos”, sino de innovar y hacer “crítica” una actividad ya existente) y, por tanto, de la filosofía de los intelectuales, que ha dado lugar a la historia de la filosofía, y que, en cuanto individual (y se desarrolla efectivamente, sobre todo en la actividad de los individuos singulares, particularmente dotados) puede considerarse como la “punta” de progreso del sentido común, por lo menos del sentido común de las capas más cultas de la sociedad, y a través de estas también del sentido común popular. He aquí, por tanto, que un aprontamiento al estudio de la filosofía debe exponer sintéticamente los problemas surgidos en el proceso de desarrollo de la cultura general, que se refleja sólo parcialmente en la historia de la filosofía, que no obstante, en ausencia de una historia del sentido común (imposible de construir por la ausencia del material documentario) queda la fuente máxima de referencia -para criticarlos, demostrar el valor de los mismos (si todavía lo tienen) o el significado que han tenido como anillos superados de una cadena y fijar los problemas nuevos actuales o el planteamiento actual de los viejos problemas.
La relación entre filosofía “superior” y sentido común está asegurada por la “política”, del mismo modo que está asegurada también por la política la relación entre el catolicismo de los intelectuales y el de los “simples”. Las diferencias, en ambos casos, son, empero, fundamentales. Que la Iglesia deba afrontar un problema de los “simples” significa precisamente que ha habido una ruptura en la comunidad de los “fieles”, ruptura que no puede subsanarse elevando a los “simples” a nivel de los intelectuales (la Iglesia ni siquiera se propone este objetivo, ideal y económicamente desproporcionado a sus fuerzas actuales), sino con una disciplina de hierro sobre los intelectuales para que no rebasen ciertos límites en la distinción y no la hagan catastrófica e irreparable. En el pasado, estas (rupturas) en la comunidad de los fieles eran subsanadas por fuertes movimientos de masa, que determinaban la formación de nuevas órdenes religiosas -o eran resumidos en las mismas- en torno de fuertes personalidades (Domingo, Francisco). (2)
Pero la contrareforma esterilizó este pulular de fuerzas populares: la Compañía de Jesús fue última gran orden religiosa, de origen reaccionario y autoritario, con carácter represivo y “diplomático” que ha rubricado con su nacimiento la rigidez del organismo católico. Las nuevas órdenes surgidas después tienen escasísimo significado “religioso” y un gran significado “disciplinario” sobre la masa de los fieles, son ramificaciones y tentáculos de la Compañía de Jesús y se han convertido en tales, en instrumentos de “resistencia” para conservar las posiciones políticas adquiridas, no son fuerzas renovadoras del desarrollo. El catolicismo se ha convertido en “jesuitismo”. El modernismo no ha creado “órdenes religiosas” sino un partido político, la democracia cristiana.(3)
La posición de la filosofía de la praxis es antitética a la católica: la filosofía de la praxis no tiende a mantener a los “simples” en su filosofía primitiva del sentido común, sino a conducirles en cambio, a una concepción superior de la vida. Se afirma la existencia del contacto entre intelectuales y simples con objeto no de limitar la actividad científica y de mantener una unidad al bajo nivel de las masas, sino precisamente para construir un bloque intelectual-moral que haga políticamente posible un progreso intelectual de masa y no tan solo de escasos grupos intelectuales.
(1) Acaso sea útil “prácticamente distinguir la vieja filosofía del sentido común para indicar mejor el paso de un momento al otro: en la filosofía se hallan especialmente acentuados los caracteres de elaboración individual del pensamiento; en el sentido común, en cambio, los caracteres difusos y dispersos de un pensamiento genérico de una determinada época en un determinado ambiente popular. Pero toda filosofía tiende a devenir sentido común de un ambiente restringido (de todos los intelectuales). Se trata por tanto de elaborar una filosofía que, habiendo alcanzado ya una difusión o expansividad por estar ligada a la vida práctica e implícita en ella, devenga en renovado sentido común con la coherencia y el nervio de las filosofías individuales; esto no puede ocurrir si deja de sentirse la exigencia del contacto cultural con los “simples”.
(2) Los movimientos heréticos de la Edad Media como reacción simultánea al politicismo de la Iglesia y a la filosofía escolástica -que fue una expresión de dicho politicismo-, sobre la base de los conflictos sociales determinados a partir del nacimiento de las Comunas, han constituido una ruptura entre masa e intelectuales en la Iglesia, “cicatrizada” con el surgimiento de movimientos populares religiosos reabsorbidos por la Iglesia en la formación de las órdenes mendicantes y en una nueva unidad religiosa.
(3) Recuérdese la anécdota (narrada por Steed en sus Memorias) del cardenal que explica al protestante inglés filo-católico que los milagros de San Genaro son artículos de fe para el vulgo napolitano, no para los intelectuales, que también en el Evangelio hay “exageraciones” y a la pregunta: “Pero ¿no somos cristianos?” responde: “Somos “prelados” es decir “políticos” de la Iglesia de Roma.”
Intelectuales y pueblo
Paso del saber al comprender, al sentir, y viceversa, del sentir al comprender, al saber. El elemento popular “siente”, pero no siempre comprende y sabe; el elemento intelectual “sabe”, pero no siempre comprende y especialmente siente. Los dos extremos son, por tanto, la pedantería y el filisteísmo de una parte y la pasión ciega y el sectarismo de la otra. No es que el pedante no pueda ser apasionado, mas la pedantería apasionada es tan ridícula y peligrosa como el sectarismo y la demagogia más desenfrenada. El error del intelectual consiste en creer que se puede saber sin comprender y especialmente sin sentir y ser apasionado (no sólo del saber en sí mismo, sino por el objeto de saber), eso es, que el intelectual pueda ser tal (y no un puro pedante) siendo a la vez distinto y distanciado del pueblo-nación, es decir, sin sentir las pasiones elementales del pueblo, comprendiéndolas y luego explicándolas y justificándolas en la situación histórica en cuestión, y relacionándolas dialécticamente con las leyes de la historia, con una superior concepción del mundo, científicamente y coherentemente elaborada, con el “saber”; no se hace política historia sin esta pasión, es decir, sin esta conexión sentimental entre intelectuales y pueblo-nación. En ausencia de tal nexo, las relaciones del intelectual con el pueblo-nación son o se reducen a relación de orden puramente burocrático, formal; los intelectuales se convierten en una casta o un sacerdocio (denominado centralismo orgánico).
Si la relación entre intelectuales y pueblo-nación, entre dirigentes y dirigidos
-entre gobernantes y gobernados- está dada por una adhesión orgánica en la que el sentimiento-pasión deviene comprensión y por tanto saber (no de un modo mecánico, sino viviente), sólo entonces se da una relación de representación, y se produce el intercambio de elementos individuales entre gobernantes y gobernados, entre dirigentes y dirigidos, esto es, se realiza la vida de conjunto que es, exclusivamente, la fuerza social; se crea el “bloque histórico”.
El partido, moderno Príncipe
1- El moderno príncipe, el mito-príncipe, no puede ser una persona real, un individuo concreto; sólo puede ser un organismo; un elemento de sociedad complejo en el que ya se haya iniciado la concreción de una voluntad colectiva reconocida y se haya afirmado parcialmente en la acción. Este organismo está ya dado por el desarrollo histórico y es el partido político: la primera célula en la que se resumen gérmenes de voluntad colectiva que tienden a convertirse en universales y totales.
2- El partido político. Se ha afirmado que el protagonismo del nuevo Príncipe no podría ser en la época moderna un héroe real, sino el partido político, es decir, de vez en vez y en las diversas relaciones internas de las diferentes naciones, aquel partido que pretende (y ha sido racional e históricamente fundando para este fin) fundar un nuevo tipo de Estado
Partido, reforma intelectual y moral, reforma económica
Una parte importante del moderno Príncipe deberá dedicarse a la cuestión de una reforma intelectual y moral, es decir, a la cuestión religiosa o de una concepción del mundo. También en este campo encontramos en la tradición ausencia de jacobismo y miedo al jacobismo (la última expresión filosófica de este miedo es la actitud maltusiana de B. Croce respecto de la religión). El moderno Príncipe debe y no puede no ser el portavoz y el organizador de una reforma intelectual y moral, lo cual significa además crear el terreno para un desarrollo ulterior de la voluntad colectiva nacional-popular hacia el cumplimiento de una forma superior y total de civilización moderna.
Estos dos puntos fundamental: formación de una voluntad colectiva nacional-popular, de la que el moderno Príncipe es a la vez organizador y expresión activa y operante, y reforma intelectual y moral, deberían constituir la estructura del trabajo. Los puntos concretos del programa deben incorporarse a la primera parte, es decir, deberían resultar “dramáticamente” del discurso, no ser una fría y pedante exposición de raciocinios.
¿Puede haber una reforma cultural, es decir, elevación social de las capas deprimidas de la sociedad, sin una reforma económica precedente y un cambio en la posición social y en el mundo económico? Por eso una reforma intelectual y moral no puede sino estar ligada a un programa de reforma económica, o más bien el programa de reforma económica es precisamente la forma concreta con que se presenta toda reforma intelectual y moral. El moderno príncipe, al desarrollarse, trastorna todo el sistema de relaciones intelectuales y morales en cuanto que su desarrollo significa precisamente que todo hecho se concibe como útil o perjudicial, como virtuoso o maligno, sólo en cuanto tiene como punto de referencia al mismo moderno Príncipe y sirve para incrementar su poder o para oponerse a él. El Príncipe ocupa en las conciencias el puesto de la divinidad o del imperativo categórico, se convierte en la base de un laicismo moderno y de una completa laicación de toda la vida y de todas las relaciones de comportamiento intersocial.
La Universidad popular
Tenemos aquí delante el programa de la Universidad popular para el primer período 1916-17. Cinco cursos: tres dedicados a las ciencias naturales, uno de literatura italiana, otro de filosofía. Seis conferencias sobre temas diversos: tan sólo dos de ellas, por el título, garantizan una cierta seriedad. A veces nos preguntamos por qué no ha sido posible asentar en Turín un organismo para la divulgación de la cultura, el por qué la universidad popular ha quedado en la miseria que es, y no haya logrado imponerse a la atención, al respeto y al amor del público, el porqué no haya conseguido formarse un público.  La respuesta no es fácil, o es demasiado fácil.  Problema de organización, sin duda, y de criterios informativos. La mejor respuesta debería consistir en hacer algo mejor, en la demostración concreta de que se puede hacer mejor y que es posible reunir en torno a un foco de cultura un público, siempre que este foco sea vivo y caldee de verdad.  En Turín, la Universidad popular es una llama fría.  No es ni universidad, ni popular.  Sus dirigentes son unos diletantes en cuestión de organización cultural.  Lo que les mueve a obrar es un blando y pálido espíritu de beneficencia, no un deseo vivo y fecundo de contribuir a la elevación espiritual de la multitud a través de la enseñanza.  Como en los institutos de vulgar beneficencia distribuyen en la escuela espuertas de víveres que llenan el estómago, producen tal vez indigestiones al estómago, pero no dejan rastro, no van seguidos de una vida nueva, de una vida diversa.  Los dirigentes de la Universidad popular saben que la institución que dirigen debe servir para una determinada categoría de personas, la cual no ha podido seguir los cursos regulares en las escuelas.  Y nada más.  No se preocupan en absoluto de buscar el modo más eficaz para acercar a esta categoría de personas al mundo de los conocimientos.  Encuentran un modelo en los institutos de cultura ya existentes: lo copian, lo empeoran.  Se hacen más o menos este razonamiento: el que frecuenta los cursos de la Universidad popular tiene la edad y la formación general de quien asiste a las universidades públicas: démosle por tanto un equivalente.  Y pasan por alto todo lo demás.  No piensan que la universidad es la desembocadura natural de todo un laborío precedente: no piensan que el estudiante, cuando llega a la universidad, ha pasado por todas las experiencias de las escuelas medias y que en ellas ha disciplinado su espíritu de indagación, ha refrenado con el método sus impulsos de aprendiz, ha llegado a ser, en suma, y se ha despabilado lentamente, tranquilamente, cayendo en errores y realzándose, desviándose y volviendo a tomar el camino recto.  No comprenden estos dirigentes que las nociones, arrancadas por todo este laborío individual de investigación, no son ni más ni menos que dogmas, que verdades absolutas.  No comprenden que la Universidad popular, en la forma como la están guiando, se reduce a una enseñanza teológica, a una renovación de la escuela jesuítica, donde el conocimiento se presenta como algo definitivo, apodícticamente indiscutible.  Esto no se hace ni siquiera en las universidades públicas.  Ahora estamos persuadidos de que una verdad es fecunda sólo cuando se ha hecho un esfuerzo para conquistarla.  Que no existe en sí y por sí, sine que ha sido una conquista del espíritu, que es preciso se reproduzca en cada individuo aquel estado de ansia que ha atravesado el estudio antes de alcanzarlo.  Y, por tanto, los enseñantes que son maestros dan en la enseñanza una gran importancia a la historia de su materia en cuestión.  Esta representación activa a sus oyentes de la serie de esfuerzos, errores y victorias a través de los cuales los hombres han pasado para alcanzar el actual conocimiento, es mucho más educativa que la exposición esquemática de este mismo conocimiento.  Forma al estudioso, da a su espíritu la elasticidad de la duda metódica que convierte al diletante en un hombre serio, que purifica la curiosidad, vulgarmente entendida, y la convierte en estímulo sano y fecundo de un conocimiento cada vez más perfecto y fecundo.  Quien escribe estas notas habla en parte también por experiencia personal.  De su aprendizaje universitario, recuerda con más intensidad aquellos cursos en los que el profesor le hizo sentir el laborío de investigación a través de los siglos para llevar a su perfección el método de investigación.  En el caso de las ciencias naturales, por ejemplo, todo el esfuerzo, que ha costado liberar el espíritu humano de los prejuicios y de los apriorismos divinos o filosóficos para llegar a la conclusión de que las fuentes de agua tienen su origen en la precipitación atmosférica y no en el mar.  Para la filosofía, cómo se ha llegado al método histórico a través de las tentativas y fallos del empirismo tradicional, y cómo, por ejemplo, los criterios y las convicciones que guiaban a Francesco De Sanctis al escribir su historia de la literatura italiana no eran más que verdades que venían afirmándose a través de fatigosas experiencias e investigaciones, que liberaron los espíritus de las escorias sentimentales y retóricas que contaminaban en el pasado los estudios de literatura.  Igual podría decirse de las demás materias.  Esta era la parte más vital del estudio: este espíritu recreativo, que hacía asimilar los datos enciclopédicos, que los fundía en una llama ardiente de nueva vida individual.
La enseñanza, impartida de este modo, se convierte en acto de liberación.  Poseo la fascinación de todas las cosas vitales.  Debe afirmar especialmente su eficacia en las Universidades populares, cuyos asistentes adolecen precisamente de falta de esa formación intelectual necesaria para poder encuadrar en un todo organizado cada uno de los datos de la investigación.  Para ellos, especialmente, lo más eficaz e interesante es la historia de la investigación, la historia de esta enorme epopeya del espíritu humano, que lentamente, pacientemente, tenazmente toma posesión de la verdad, conquista la verdad.  Cómo se llega del error a la certeza científica.  Es el camino que todos deben recorrer.  Mostrar cómo lo han recorrido los demás es la enseñanza más fecunda en resultados.  Es. entre otras cosas, una lección de modestia, que evita se forme la aburridísima caterva de sabidillos, de esos que creen haber llegado al fondo del universo cuando su feliz memoria ha logrado encasillar en su repertorio un cierto número de fechas y de nociones particulares.
Pero las Universidades populares, como la de Turín, prefieren más bien los cursos -inútiles y tediosos sobre «El alma italiana en el arte literario de las últimas generaciones» o 'lecciones sobre «La conflagración europea según Vico», en las que se atiende más al aspecto literario que a la eficacia, y la pretenciosa personita del conferenciante supera la obra modesta del maestro, pues también sabe hablar a los incultos.
«Avanti!», 29 de diciembre de 1916.

La escuela de partido
Mientras se inicia el primer curso de una escuela de partido, no podemos por menos de pensar en los numerosos intentos que se han realizado en este campo, en el seno del movimiento obrero italiano, y en la suerte singular que han tenido.
Dejamos a un lado los intentos llevados a cabo en una dirección distinta a la nuestra, en la dirección de las «Universidades» proletarias sin color de partido, academias de oratoria desprovistas de todo principio interno de cohesión unitaria en sus mejores representantes, vehículo muchas veces de la influencia sobre la clase obrera de esfuerzos e ideologías antiproletarias.  Han tenido el destino que les convenía, de sucederse y entrecruzarse sin dejar ninguna huella profunda.  Pero ni siquiera sobre los intentos realizados en nuestro campo y con nuestras directrices puede decirse algo. muy diferente.  Ante todo, tales intentos tuvieron siempre un carácter esporádico, y tampoco condujeron nunca a resultados satisfactorios.  Recordemos por ejemplo el período 1919-1920.  La escuela iniciada entonces en Turín entre un gran fervor de entusiasmo y en condiciones bastante favorables, no duró siquiera todo el tiempo necesario para desarrollar el programa trazado al principio.  Pese a todo, tuvo una repercusión bastante favorable en nuestro movimiento, aunque no el que esperaban promotores y alumnos.  De los demás intentos, ninguno por lo que recordamos alcanzó el éxito y la repercusión de aquél.  No se salió nunca del grupo limitado, del pequeño círculo, del esfuerzo de unos pocos aislados.  No se llegó a combatir y a superar la aridez y la infecundidad de los restringidos movimientos «culturales» burgueses.
Motivo fundamental de este fracaso fue la ausencia de lazos entre las «escuelas» proyectadas o iniciadas y un movimiento de carácter objetivo.  El único caso en que existe esta ligazón es el de la revista Ordine Nuovo de la que hemos hablado arriba. En este caso, sin embargo, el movimiento de carácter objetivo -el movimiento turinés de fábrica y de partido- es de tal envergadura que excede y casi anula ante sí el intento de crear una escuela en la que se afinen las capacidades técnicas de los militantes.  Una escuela adecuada a la importancia de tal movimiento habría requerido, no la actividad de unos Pocos sino el esfuerzo sistemático y ordenado de un partido entero.
Considerada de este modo la mala suerte que ha envuelto hasta ahora los intentos de crear escuelas para los militantes del proletariado -es decir, considerada en relación con su causa fundamental-, dicha mala suerte aparece no tanto como un mal, sino como una señal de inatacabilidad del movimiento obrero por parte de lo que sería, por eso, efectivamente un mal.  Mal sería si el movimiento obrero se convirtiera en campo de rapiña o instrumento de experiencia por la suficiencia de pedagogos imprudentes, si perdiese sus caracteres de apasionada milicia para asumir los de estudio objetivo y de «cultura» desinteresada.  Ni un «estudio objetivo '» ni una «cultura desinteresada» puede caber en nuestras filas; nada por tanto que se parezca a lo que se considera como objeto normal de enseñanza según la concepción humanística, burguesa, de la escuela.
Somos una organización de luchas y en nuestras filas se estudia para aumentar y afinar las capacidades de lucha de cada individuo y de toda la organización, para comprender mejor cuáles son las posiciones del enemigo y las nuestras, para poder adecuar mejor a ellas nuestra acción de cada día.  Estudio y cultura no son para nosotros otra cosa que conciencia teórica de nuestros fines inmediatos y supremos, y del modo como podremos llevarlos a la práctica.
¿Hasta qué punto existe hoy esta conciencia en nuestro partido, está difundida en sus filas, ha penetrado en los compañeros que desempeñan funciones de dirección y en los simples militantes que deben llevar cada día a contacto con las masas las palabras del partido, hacer eficaces sus órdenes, realizar sus directrices?  Creemos que todavía no en la medida necesaria para hacernos aptos para cumplir de lleno nuestro trabajo de guía del proletariado.  No todavía era medida adecuada a nuestro desarrollo numérico, a nuestros recursos organizativos, a las posibilidades políticas que nos ofrece la situación.  La escuela de partido debe proponerse llenar el vacío que existe entre lo que debería ser y lo que es, Por tanto, está estrechamente ligada a un movimiento de fuerzas, que nosotros tenemos el derecho de considerar las mejores que la clase obrera italiana haya engendrado.  Es la vanguardia del proletariado, la cual forma e instruye a sus cuadros, que añade un arma -su conciencia teórica y la doctrina revolucionaria- a aquellas otras con las que se apresta a afrontar a sus enemigos o sus batallas.  Sin este arma, el partido no existe, y sin partido ninguna victoria es posible.
“L’Ordine Nuovo”, 1 de abril de 1925